La maldita revolución tecnológica.
Acabo de volver de mi viaje de estudios por Italia. Verdaderamente maravilloso. Cualquier cosa que se cuente, por muy exagerado que esté, cualquier cosa que se estudie o se cuente; absolutamente todo se queda corto. Las maravillas que vi hay que verlas, vivirlas,
sentirlas; que duela el cuello de tanto mirar hacia arriba, que la mandíbula se desencaje, la baba friegue el suelo y los ojos duelan de no pestañear. Merece la pena.
Pero aquí viene la razón de todo esto, el origen de mi rabia, odio y misantropía. ¿Qué les parecería que de repente la gente fuera a los museos con máquinas especializadas en destruir las obras, que además están al alcance de cualquier insensato y que pueden desarrollar toda su potencia destructiva con una sola mano? ¿Y si les digo que esto ocurre? Llegando a uno de los lugares en los que todo lo anterior alcanza su grado máximo, cruzando un largo pasillo con delicadísimos tapices apenas iluminado para no dañarlos, cuando de repente, ¡ZACA! Un flash. Otro. Y otro. La máquina destructora.
Las voces en diversos idiomas que los prohíben no sirven de nada, siguen ejerciendo ese acto de supremo egoísmo, estropeando las obras que han llegado hasta nosotros cuidadas durante largo tiempo para que una panda de idiotas con un cacharro en sus manos se los carguen.
Pero esto no queda aquí, qué va. La estupidez humana llega más lejos. En la Capilla Sixtina, verdadero éxtasis del arte, pintura delicada entre las que lo sean, donde directamente no se pueden hacer fotos; había una media de un maldito flash cada tres segundos. Una destrucción idiota de la pintura veinte veces por minuto.
Lo más gracioso de todo esto es que de ahí no puede salir nada con un mínimo de calidad. El sitio es impresionante hasta atestado de gente, pero ni las fotos de los mejores profesionales -disponibles en la tienda de al lado- son capaces de transmitir ni una porción apreciable; ¡cuánto menos una foto cutre hecha de cualquier manera!
Me apena. Y no solo el hecho en sí, sino que no es algo aislado. En el Museo Van Gogh, en el que las pinturas son reemplazadas cíclicamente para evitar que la luz de las lámparas las deteriore, donde hay grandes paneles que lo dicen claramente; alegremente había gente sacando fotos de un fortísimo flash. No me he equivocado con la conjunción, porque los muy gilipollas (y perdón por la expresión, pero es que se lo merecen) metían la luz a menos de quince centímetros del cuadro. Eso supone foto blanca, sin que se vea nada. Me alegro; al menos no se llevan recompensa de sus fechorías.
Y así se les dispare un flash potente en el ojo y les queme la parte del cerebro de la idiotez. O por lo menos, la de mover el dedo.
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